Pobreza endémica y violencia estatal

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2004
Tom Kruse
Proyecto Control Ciudadano - CEDLA

La desocupación, la miseria y la inequidad creciente son males estructurales de la sociedad boliviana que, durante 2003, configuraron el escenario de sangrientos conflictos. El desenlace de los mismos fue la huída del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre, dejando tras de sí 80 muertos. Esta situación, resultado del modelo económico impuesto en el país desde hace décadas, hace inviable la seguridad y el desarrollo humanos.

2003, un año explosivo

El 13 de enero de 2003, organizaciones de campesinos productores de coca iniciaron bloqueos exigiendo una pausa en la política de erradicación forzosa impuesta por el gobierno de Estados Unidos. A estas demandas se fueron sumando otras: tierra para los agricultores, rechazo al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), voz y voto sobre el destino de las reservas de gas natural recientemente descubiertas. La respuesta fue la represión. Luego de 11 muertos, decenas de heridos y cientos de arrestos, se iniciaron algunas negociaciones, interrumpidas cuatro semanas después.

El 9 de febrero, el gobierno anunció nuevos impuestos sobre los salarios. Entre otros ajustes, comenzó a aplicarse el impuesto a quienes ganan más de dos salarios mínimos (USD 115). En La Paz se inició un motín policial y un levantamiento popular de rechazo a la medida. Se desplegaron efectivos militares para reprimir a los policías y a la población. Al cabo de dos días, 31 muertos y docenas de heridos - muchos de ellos víctimas de francotiradores militares - el gobierno retiró su medida e hizo todo lo posible para mantener en la impunidad a los militares.

El 20 de septiembre, las fuerzas militares reprimieron un bloqueo de caminos realizado por los campesinos del Altiplano, matando a cinco personas. Se iniciaron huelgas de hambre en El Alto, ciudad aledaña a La Paz, que en las últimas décadas recibió grandes contingentes migratorios de indígenas y campesinos. Al mismo tiempo, comenzó allí un paro general, en protesta por los nuevos impuestos y la violencia gubernamental. El 10 de octubre, el gobierno comenzó a reprimir. Setenta y dos horas después había 50 muertos. Estados Unidos anunció su apoyo incondicional al entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, señalando que no reconocería un cambio de gobierno surgido de la presión, mientras ayudaba directamente a coordinar la represión. Las huelgas de hambre se multiplicaron por todo el país exigiendo la renuncia del presidente. El día 17, Sánchez de Lozada huyó rumbo a Miami. Quedaron atrás 80 muertos, cifra superior a la que dejó la dictadura de Hugo Banzer (1971-1978).[1]

Las raíces del estallido

Apertura comercial y vaciamiento del campo

El modelo económico impulsado y consolidado por sucesivos gobiernos a partir de 1985 bajo la tutela de las instituciones financieras internacionales, se ha caracterizado por la desregulación de la actividad financiera, la apertura plena y rápida del comercio exterior, la transferencia de miles de millones de dólares en propiedad pública[2] y ahorros en pensiones a empresas privadas transnacionales, así como la flexibilización (por diseño u omisión) de los mercados de trabajo. Este modelo supuestamente propiciaría un crecimiento de la economía, para luego “gotear” beneficios que reducirían la pobreza. Sin embargo, aunque se logró disminuir la inflación, el crecimiento ha sido pobre y desigual.[3] En los años 90, la economía crecía en promedio 3,8%, por debajo de los niveles registrados en décadas anteriores.[4] Por otra parte, entre los censos de 1992 y 2001, el 20% de la población de mayores ingresos incrementó su participación en los ingresos totales de 56% a 58%, mientras para el 20% de la población más pobre esta participación cayó de 4,2% a 3,2%.[5]

Las inversiones privadas y las exportaciones deberían ser los propulsores de este modelo, los responsables de generar excedentes a ser redistribuidos. Sin embargo, la inversión pública sigue jugando un rol central en los procesos de acumulación. La mayor parte de ésta depende del financiamiento y las donaciones externas. La coexistencia de un sector privado débil y un Estado deudor produce desequilibrios crónicos. Luego de participar en varios mecanismos de reducción de la deuda (por ejemplo, el Plan Brady), Bolivia permanece en el círculo vicioso del endeudamiento público, tan insostenible como hace 20 años. En otras palabras, la inversión pública se concreta a partir de hipotecar las finanzas públicas - y los gastos de seguridad humana - de las generaciones venideras.

Según diversas definiciones, entre ellas las del Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la violencia interna, los grandes desplazamientos de población civil, la pobreza, la falta de vivienda y el hambre constituyen amenazas contra la seguridad humana. Estos fenómenos - verificables en Bolivia - tienen sus raíces en las políticas públicas neoliberales.

El “vaciamiento de los Andes rurales bolivianos y de sus ciudades y pueblos intermedios”[6] puede atribuirse a razones históricas (cambios en la tenencia de la tierra a mediados del siglo XX), climáticas (los efectos cíclicos de El Niño[7]) y políticas (la liberalización comercial).

La apertura adoptada fue radical. Mamerto Pérez la califica como “una de las más liberales, sino la mayor de toda América Latina, ya que ningún producto campesino ha estado incorporado en alguna franja de sensibilidad en los acuerdos comerciales bilaterales o regionales que encaró Bolivia después de 1985.”[8] Según Pérez, desde la apertura comercial se ha multiplicado diez veces la importación de productos sustitutivos de la producción campesina, especialmente luego de la entrada en vigencia de los acuerdos entre Bolivia y el Mercosur en 1996. Esta avalancha de importaciones provocó que cayeran dramáticamente los precios reales de los productos campesinos-indígenas en los años 90. En la última década, en las tierras bajas, la caída fue de 60% y en el Altiplano, de 30%. El valor bruto de la producción campesina a finales de 1998 era 44% menor al de 1985.

Estas cifras son producto de políticas de apertura comercial y aluden a un proceso traumático de desestructuración productiva, así como al “vaciamiento” de una región entera. En El Alto, epicentro de los conflictos de 2003, el 70% de la población no goza de servicios básicos y más del “60% de los hogares permanecen bajo de la línea de pobreza y la mitad de éstos en la indigencia”.[9]


Mundo del trabajo: más por menos

Sobrevivir en El Alto, así como en otros pueblos y ciudades, implica enfrentarse con el segundo escenario que amenaza la seguridad humana: el mercado de trabajo. Hay una síntesis sencilla: bajo el actual modelo de crecimiento las familias tienen que movilizar a más personas, desde edades más tempranas, para trabajar más duro en condiciones desprotegidas, a cambio de menor remuneración. Trabajando más, muchos apenas logran mantenerse en la misma situación de pobreza en una sociedad cada vez más polarizada. El efecto acumulado de esta vulnerabilidad cotidiana son las estructuras duraderas de marginalización y pérdida de derechos. Son procesos permanentes de “desciudadanización”.

La estructura productiva es alta y crecientemente polarizada. Mientras las grandes empresas, muchas de ellas dominadas por la inversión extranjera, producen alrededor del 65% del PBI, sólo emplean 10% de la población trabajadora. En cambio con más de 80% de la población trabajadora, la microempresa aporta 25% al PBI.[10] Este aparato productivo genera cada vez menos trabajo y más precariedad laboral.[11]

La población económicamente activa urbana creció en 4,6% entre los censos de 1992 y 2001, un crecimiento mayor que el de la población (3,5%). El desempleo urbano, por debajo del 5% a principios de los años 90, hoy se sitúa alrededor del 10%, de acuerdo a cifras oficiales. El subempleo nunca ha bajado de 50% de la fuerza de trabajo a lo largo del mismo período y hoy ronda el 59% de la población ocupada.[12]

El trabajo “formal”,[13] en este caso bajo relaciones de dependencia salarial, llegó a su punto más alto (63%) en los años 70. Hoy, menos de la mitad de la población trabajadora es asalariada (48%). Con estos cambios, las bases de la seguridad social se debilitan. En 2001, menos de uno de cada cinco trabajadores participaba en un sistema de pensiones, por debajo de los de los niveles de 1992.[14] El mercado de trabajo se ha convertido en un gran mecanismo de redistribución regresiva. Como respuesta a la pérdida de poder de compra que el trabajo reporta, las familias envían más miembros a trabajar. Según el PNUD, como resultado de la pérdida de poder adquisitivo, entre 1985 y 1997 aumentó el número de personas trabajando en 30%, pero los niveles de pobreza se mantuvieron incambiados.[15] En otras palabras, hay una mayor cantidad de personas trabajando más a cambio de menos.
 

Un divorcio con el Estado de derecho

Los cambios en el mundo del trabajo no son simples efectos de la economía. Son también, por excelencia, producto de decisiones sobre políticas públicas, ya sea por su contenido concreto o por la impunidad que sus omisiones habilitan.

Los diversos programas de ajuste estructural iniciados en 1985 introdujeron cambios, incluyendo la “libre contratación”, la cual facilita los despidos y contrataciones discrecionales. También dieron luz verde al abuso sistemático de los empleadores, la violación constante de los derechos laborales y el empleo de tácticas “flexibilizadoras” para la destrucción de los sindicatos. La sindicalización - única forma de hacer respetar los derechos en el trabajo - cayó de 17,5% a 11% en los años 90.[16]

En un reconocimiento de que el ajuste tendría costos agudos para sectores empobrecidos, desde 1986 se vienen aplicando programas de “emergencia” para crear empleo temporal. Concebidos como temporales, de hecho estos empleos se han vuelto casi permanentes. La última versión - el Plan Nacional de Empleos de Emergencia (PLANE) - se inició en 2001 y sigue en curso hoy. No obstante su objetivo loable - estimular ciertos efectos de “goteo” - como parche a los mecanismos polarizadores del modelo económico, son previsibles varios impactos negativos: las remuneraciones son muy bajas y, por tanto, ejercen un efecto negativo sobre los salarios en general, convirtiéndose en un subsidio indirecto al sector privado empleador. Los bajos salarios pagados formarán apenas parte de la canasta de ingresos familiares, “formalizando” en los hechos el subempleo.

La ausencia total de prestaciones o reales perspectivas de que el empleo sea estable o escenario de derechos legales, profundiza el divorcio entre el trabajo y la seguridad social o Estado de derecho.[17] La erosión del sistema de seguridad social también se explica con las políticas de Estado. Las privatizaciones implementadas en 1997 produjeron transferencias al sector financiero privado y una creciente desprotección de la población.

Todos estos elementos hacen que, con el consentimiento y, a veces, la participación activa del Estado, el mundo del trabajo se haya convertido en un entorno de violación sistemática de derechos, impunidad y fragmentación y polarización sociales.

Conclusiones

La seguridad humana significa libertad frente al miedo y la necesidad. Por tanto, implica crear sistemas políticos, sociales y económicos que garanticen la supervivencia y construyan la dignidad. En esos términos, el año 2003 fue dramáticamente negativo para Bolivia. Pero también fue una oportunidad para que la sociedad civil reaccionara frente a un Estado que exacerba las amenazas a la seguridad humana.

Los participantes de las movilizaciones de octubre de 2003 dieron, de manera aún muy caótica, un veredicto claro sobre los límites del modelo económico actual y expresaron la necesidad de cambios profundos. Los trabajadores movilizados exigieron ser consultados sobre el destino de los recursos estratégicos y reclamaron beneficios de los acuerdos comerciales internacionales. Demandaron, en definitiva, políticas públicas centradas en la crítica situación del mundo del trabajo.

Notas:

[1] Ledebur, K. Popular protest brings down government. WOLA Special Update, noviembre 2003. www. wola, org/publications/Dr._bolivia_nov2003.pdf.
[2] Kruse, Tom y Cecilia Ramos. “Agua y privatización: beneficios dudosos, amenazas concretas”, en Social Watch Informe 2003. Los pobres y el mercado, pp. 100- 101.
[3] Al respecto afirmó el Dr. J. Sachs, uno de los artífices del ajuste estructural: “Les dije a los bolivianos, desde un comienzo, que lo que tienen es una economía pobre, miserable y con hiperinflación; si ustedes son valientes, si tienen agallas, si hacen todo bien, terminarán con una economía pobre y miserable, pero con precios estables.” Green, Duncan. Silent Revolution. The rise of Market Economics in Latin America. London: Latin America Bureau, 1995, p. 6.
[4] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Informe de Desarrollo Humano en Bolivia 2002. Capítulo 2: “Crecimiento económico y pobreza en la Bolivia de la Nueva Política Economía (1985-2000).”http://idh.pnud.bo/docs/idh2002/05Cap2.pdf
[5] CEDLA. “Informe sobre la situación del derecho humano al trabajo en Bolivia”, en Seguimiento a las recomendaciones del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Informe Intermedio. La Paz: CBDHDD, 2003, pp. 71-72. El PNUD confirma estos datos: el coeficiente de Gini - medida de desigualdad de ingresos - se ha deteriorado en la última década. Ver PNUD, op cit, p. 84.
[6] Calla, Ricardo. La caída de Sánchez de Lozada, la cuestión indígena y la historia reciente en Bolivia: algunos apuntes y temas para el debate. La Paz: Plural y Universidad de la Cordillera, 2003, p. 5.
[7] El fenómeno climático de El Niño “se presenta con una periodicidad de tres años, ejerciendo efectos devastadores sobre la actividad agropecuaria, es decir, afectando directamente a algo más del 15% del PIB…” PNUD, op cit, p. 87.
[8] Pérez, Mamerto. ¿El último capítulo? Posibles impactos del ALCA en las comunidades campesinas e indígenas de Bolivia. La Paz: CEDLA, 2004, p. 61.
[9] Escobar, Silvia. “Ajuste y liberalización: las causas del conflicto”. Coyuntura 3(1), 2003, p. 4.
[10] PNUD, op cit, p. 85.
[11] Precariedad entendida como “crecimiento del subempleo; ampliación de la jornada de trabajo por encima de las condiciones reguladas legalmente; incremento del trabajo a tiempo parcial involuntario; cambio en las condiciones de contratación (…) y aplicación de normas de pago a destajo o realización de contratos de obra…” CEDLA, op cit, pp. 63-64.
[12] CEDLA, op cit, p. 66.
[13] Un trabajo “formal” alude a dos cosas: la posibilidad de proveer una base económica sustentable para la familia, y que sea regulado, es decir, un ámbito donde se pone en práctica derechos. En cambio, el trabajo “informal” o precario que predomina y crece en Bolivia es lo contrario: no permite satisfacer necesidades básicas, y es un escenario de impunidad para la violación cotidiana de los derechos. En tanto, es una amenaza tanto económica como política a la seguridad humana.
[14] CEDLA, op cit, pp. 66 y 74.
[15] PNUD, op cit, p. 85.
[16] CEDLA, op cit, p. 73.
[17] Para mayores detalles, ver el análisis de Arze, en CEDLA, op cit, pp. 75-79.